“Esperemos a que se vaya Don Carmelo”, se oye por lo bajo. Ocurre que este hombre, de unos 67 años, es el cuidador de la plaza, y no le gusta que le estropeen el pasto. “Chicos, acá no. Ya saben lo que tienen que hacer. Pórtense bien, por favor”, indica Don Carmelo.
De todas maneras, los ocho traviesos, con la rebeldía típica del preadolescente, no le dan importancia a la advertencia y se disponen a armar los equipos para salir a la cancha.
“Señor, le prometemos que no vamos a dañar las flores”, implora Martín, la voz cantante de la barra. Don Carmelo, cómplice al fin y más bueno que nunca, les da permiso para que puedan entretenerse.
El día es maravilloso. El sol está radiante a pesar del clima otoñal. Los árboles, con sus copas todavía verdes, delimitan el estadio imaginario que este grupo de amigos pisará en sólo cuestión de minutos.
Los capitanes Rodrigo y Martín hacen el legendario pan y queso para elegir a sus compañeros. Los dos arcos están armados con buzos y camperas.
Ahora sí. Llega el momento más preciado. Cuatro contra cuatro. Y a pasarla bien. Ellos se sienten en el paraíso. Se los descubre felices, despreocupados. Disfrutan de hacer lo que realmente les interesa.
Además de demostrar que son buenos deportistas, estos niños son amigos de verdad. En cada gol o en cada maniobra individual se les puede apreciar gestos de compañerismo, de amistad.
Un abrazo es un claro ejemplo. Pero no cualquier abrazo, sino de esos que son nobles, inocentes y verdaderos. De esos que no abundan actualmente.
El reloj del arquero Leo marca las seis menos cuarto de la tarde. El sol acaba de marcharse. Ahora hace un poco más de frío. Hora de finalizar el encuentro. Hora de terminar el sueño. A todo esto, Don Carmelo se ha quedado mirando el cotejo entero.
“La verdad es que los pibes juegan bárbaro. Ojalá pudiéramos ver hoy en día estas genialidades en el fútbol profesional. Pero bueno, habrá que conformarse con lo que hay”, confiesa el cuidador, quien en más de una oportunidad se lo vio con muchas ganas de participar del picadito.
Es importante resaltar dos situaciones que se dieron antes, durante y después del partido. En primer lugar, los ocho amigos se comportaron de forma admirable, ya que no hubo agresiones físicas graves ni tampoco se escucharon insultos desubicados entre ellos.
El segundo punto a elogiar es que apenas llevaron la cuenta del resultado final. Cuando recogieron sus pertenencias y empezaban a despedirse de Don Carmelo y de la plaza cantaban a cuatro vientos: “¡Ganamos, perdimos. Igual nos divertimos! ¡Perdimos, ganamos. Igual nos alegramos!”.
Aquellos chicos volverán a reunirse el sábado que viene para disputar un nuevo partido. Volverán a compartir. Volverán a compartir una parte de su vida. Y al menos, desde las 15 hasta las 17.45, y con el permiso de Don Carmelo, volverán a ganarle a la violencia y a los malos modales.
El sábado que viene, en la plaza Arenales, volverán a disfrutar juntos. Y por un ratito nomás, el fútbol y la amistad volverán a ser los verdaderos protagonistas de la tarde soñada.
En tiempos en los que la irrespetuosidad, la falta de compañerismo y numerosos hechos brutales son los principales actores tanto en el deporte como en muchos aspectos de la vida, la actitud que mostraron aquellos niños al momento de jugar al fútbol (generosidad, solidaridad y sana competencia, entre otros valores) es sumamente valiosa.
De alguna manera esa actitud brinda esperanzas y demuestra que no todo está perdido para siempre.
Por Pablo Medina
1 comentario:
Excelente.
estaría barbáro que todos en todos los partidos exista un Don Carmelo, existan valores y que la violencia quede lejos.
Etaría bárbaro que vuelva la familia la cancha y que la violencia no se desde adentro hacia a fuera.
Y estaría bárbaro, que los policías nos cuiden y no se nos rían o griten los goles en la cara, como me paso en san juan cuando fui a ver a huracán el sábado pasado
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