martes, 30 de diciembre de 2008

Un momento único

Historia 1.

El reloj de la oficina sentencia que todavía faltan 15 minutos para que Diego pueda salir de su trabajo, tras casi nueve horas de estar encerrado en una habitación cuatro por cuatro. Esos 15 minutos son los más largos del mundo, parecen interminables, pero Diego trata de tomárselos con calma, aunque interiormente desea quitarse cuanto antes su caluroso traje gris y los incómodos zapatos negros. El aire acondicionado, casualmente, no le funciona hace dos semanas.

Este muchacho de 26 años, divorciado de Lorena (24), extraña intensamente a su hijo Matías, un bebé de apenas dos primaveras de vida a quien disfruta tres veces por semana. El destino, claro está, muchas veces juega una mala pasada...

Después de imaginar la sonrisa de Matías durante varios minutos, Diego mira otra vez el reloj de su oficina y advierte, con alegría, que ya son las seis de la tarde. En consecuencia, el momento más agradable para la mayoría de las personas toma protagonismo: la jornada laboral ha llegado a su fin.

Entonces Diego es uno de los primeros en salir del edificio de 20 pisos, saluda rápidamente a sus compañeros y se dirige a tomar el 24, un colectivo que da más vueltas que la montaña rusa, según él mismo comenta con desgano y cierto conformismo. Llega a la parada y al segundo se lamenta al ver que tiene repartidos a 10 hombres y a 6 mujeres adelante.

Por eso mismo, y para no seguir alterándose, se pone a escuchar música de su celular. Luego se sube como puede al 24, ya que adentro de este transporte público entran apretadas alrededor de 500 personas, y emprende su viaje de vuelta. Ubicado en la puerta de salida del medio, soporta empujones, calores, olores, transpiraciones y conversaciones ajenas, mientras piensa una y otra vez en abrazar a su pequeño. Sin embargo sabe que no le toca verlo y, obviamente, se deprime.

Tras una hora y 42 minutos, desciende del colectivo y empieza a caminar hacia el departamento que alquila desde hace cuatro meses, en el barrio de Villa del Parque. La parada del 24 y el departamento están separados por cinco cuadras, pero en la mitad de ese trayecto hay un bar al que suele ir seguido. Como Diego no tiene ganas de estar solo, decide pasar primero por ese bar y recién después culminar su día mirando la tele o leyendo algún libro en su cuarto. Son las ocho y diez de la noche cuando entra a “Pasión Resto Bar” para despejarse al menos por un rato. Justo queda una mesa libre...



Historia 2.

Nicolás suspira y trata de contener el llanto. Se le hace difícil, se le escapa una lágrima y al instante se le suelta otra. Entonces con su mano derecha se seca los ojos e interrumpe que otras lágrimas recorran sus mejillas. Está triste, serio, su mirada parece perdida, lejana. Camina cada vez más rápido, se lo ve apurado, nervioso, quizás un poco descoordinado.

Son las seis y media de la tarde, todavía el sol está a pleno, y el calor invade el cuerpo de Nicolás, quien llega hasta una casa, toca el timbre y espera. Espera hasta que Jazmín le abre la puerta y lo invita a pasar para tomar unos mates. El, ahora un poco más tranquilo, ingresa al domicilio de su novia. Los dos hacen una muy linda pareja. El, con 22 años, no terminó el secundario, pero actualmente se desempeña como cadete de un supermercado, mientras que ella (21) está muy metida en el mundo de la medicina y se paga los estudios trabajando media jornada en un local de ropa femenina.
Jazmín le pregunta a Nicolás por qué está triste, y Nicolás le contesta que por lo “mismo de siempre”. En consecuencia ella, siempre comprensiva y cariñosa, se dispone a escucharlo y a mirarlo con dulzura. El, en cambio, no levanta su ánimo, deja de tomar mates y le pide a su novia un vaso de agua. Ella se lo da. El no quiere hablar. Solamente quiere abrazar a Jazmín.

Después de 25 minutos sin emitir una palabra, Nicolás la mira a los ojos y le dice que la ama. Ella se sonroja, le responde que siente lo mismo y se dan un profundo beso. El le promete que “va a cambiar”, que “va a hacer todo el esfuerzo para recuperarse” de su problema. Y ella, siempre comprensiva y cariñosa, le regala la sonrisa más sincera del planeta.

De repente Nicolás mira su reloj, advierte que son las ocho de la noche y se despide de su novia. Le da un beso y le pregunta si mañana la puede ver. Ella, si bien está en una época complicada por los exámenes finales, se hace un tiempo y le responde que sí. El la abraza fuertemente, le da otro beso y ahora sí se retira de la casa de Jazmín.

El problema de este muchacho es que hace casi cuatro años perdió al amor de su vida, según él mismo lo afirma, a su hermana Paula, quien con apenas 16 años no pudo sobrevivir a la tragedia de Cromañón, cuando el 30 de diciembre de 2004 un grupo de aproximadamente 2.811 jóvenes, de variados orígenes e intereses, se dispusieron a ver el show en vivo de la banda de rock Callejeros, en un boliche de Once. Un incendio provocó la muerte de 194 chicos y dejó heridos a más de 700 personas (sin contar a los familiares de las víctimas, por supuesto).

A falta de tan sólo una semana para que se cumplan cuatro años de esa noche de terror, a Nicolás se le hace sumamente difícil contener sus lágrimas. Y a diferencia de otras veces, mientras se dirige a la casa de sus padres, se larga a llorar. No obstante, a mitad de camino, cambia de opinión y prefiere quedarse un rato en “Pasión Resto Bar”.

Son las ocho y once, entonces, cuando ingresa al bar y se da cuenta de que ya no hay mesas disponibles. Sin embargo, cuando ya se estaba yendo fastidioso de ese lugar, un hombre lo llama y le exclama: “Che, si querés sentarte acá conmigo, no hay problema... total yo me quedo un rato nomás...”. Nicolás se da vuelta, agradece y se sienta junto a este hombre...



Historia 3.

Enrique anda feliz por la calles de Buenos Aires con su auto nuevo. No es cero kilómetro y de hecho se le descubren algunos defectos. Pero Enrique igualmente está contento. El flamante 147 blanco es una de sus primeras adquisiciones importantes. Se lo pudo comprar hace una semana después de ahorrar durante varios años y con mucho esfuerzo. Este hombre tiene 42 años, trabaja como guardia de una empresa textil y su familia se compone de su esposa Claudia (40) y sus dos hijas, Mariela (15) y Natalia (11).

Son las seis y cuarto de la tarde cuando Enrique enciende el motor y comienza el trayecto de regreso a su hogar. Pero a mitad de camino detiene la marcha y para en un banco para sacar algo de dinero. Su intención es comprar un rico helado para comer después de la cena. Entra al cajero automático, retira 100 pesos, luego los guarda en su billetera y cuando se dirige nuevamente a su auto, dos individuos de unos 30 años aproximadamente lo amenazan con un revólver y le exigen que entregue la llave para conducir y toda la plata que había sacado del banco.

En la calle no había gente, como suele pasar en la mayoría de los casos. A Enrique no le queda otra opción que dar todas sus pertenencias, lo primero que se le viene a la mente son las caritas de sus hijas y también la de su mujer. El tiene miedo de que lo maten, y por eso mismo no se resiste al pedido de los ladrones. Entonces, con cierto nerviosismo y resignación, se despide de la llave, del auto y de los 100 pesos. Los ladrones, más nerviosos que el propio Enrique, se meten en el vehículo y se escapan velozmente.

Enrique pasó de la gloria a la nada en cuestión de segundos nomás. La tristeza le recorre el cuerpo y le deprime el alma. Para colmo, el auto no tiene seguro. Precisamente ese trámite lo iba a comenzar esta semana. Por las dudas decide hacer la denuncia, aunque sabe que es muy probable que todo quede en la nada. Ahí en la comisaría lo demoran unos 40 minutos.

Después camina dos cuadras, se mete en un locutorio y le avisa a su esposa que va a llegar un poco más tarde a la casa. No le cuenta que le acaban de robar, sólo le dice que debe cubrir por un par de horas más a un colega en la guardia de la empresa textil. Claudia lo nota a su marido medio raro al hablar, le pregunta si le pasa algo, pero Enrique le contesta que no y le pide que se quede tranquila, que todo está en orden. Ella no se convence por completo, sin embargo decide creerle.

El le deja un beso a ella y a las nenas. Ella le devuelve otro y le manda un “te quiero”. El le envía un “yo también, mi amor”. Se termina la conversación. Enrique paga $1.10 la llamada y se va. Son las ocho y doce. Recorre, cabizbajo, dos cuadras más y entra a “Pasión Resto Bar”. Advierte que no hay lugar para sentarse, pero de pronto visualiza a lo lejos a dos muchachos que le hacen señas para que se siente junto a ellos. Enrique, quizás un poco sorprendido, acepta la invitación y se sienta.



Punto de encuentro.

En la única mesa que quedaba libre en “Pasión Resto Bar” se acaban de sentar tres hombres que no se conocen entre sí. Jamás se han visto en sus vidas. En la punta derecha está sentado Diego, el muchacho que está divorciado y que extraña muchísimo a su pequeño hijo. En el centro se ubica Nicolás, el joven que perdió a su hermana en Cromañón. Mientras que del lado izquierdo aparece Enrique, a quien le robaron el auto hace instantes.

De a poco van entrando en confianza, comienzan a charlar y cuentan las experiencias vividas en este soleado y caluroso martes. Evidentemente ninguno de los tres ha tenido un gran día. En eso, Diego pregunta por qué el bar está colmado de tantas personas y, casi a coro, Nicolás y Enrique le responden: “Porque hoy Boca y Tigre juegan la final del Triangular (partido correspondiente al torneo Apertura que definía al nuevo campeón del fútbol argentino)”. Inmediatamente Diego exclama: “Cierto, qué boludo, cómo me iba a olvidar de este partido. Si bien no soy muy futbolero, sabía que Boca y Tigre jugaban la final... se darán cuenta de que tengo la cabeza en cualquier parte...”.

Los otros dos se ríen y de alguna manera se sienten identificados con la respuesta de Diego. Si bien ambos estaban al tanto de ese partido, también tienen sus mentes en otro lado. Entre los tres se piden una cerveza y maní, y se preparan para ver el encuentro. Ninguno de los tres es de Boca ni de Tigre. Nicolás es fanático de All Boys, Enrique de River y Diego, el menos futbolero, simpatiza por Racing. Ninguno de los tres coincide con la edad del otro. Ninguno de los tres es del mismo equipo. Sin embargo, hay algo en donde los tres se ponen de acuerdo y sí coinciden: ninguno de los tres quiere que gane Boca.

Comienza el partido, comienza la adrenalina, comienza la pasión, comienza el sufrimiento, comienza la alegría. En el bar predominan los hinchas xeneizes, pero también hay un numeroso grupo que alienta por el Matador de Victoria. A medida que pasan los minutos, el dramatismo y el nerviosismo toman protagonismo en “Pasión Resto Bar”. Se escuchan algunos chiflidos y un par de insultos entre los seguidores del conjunto de Carlos Ischia y los que le hacen el aguante al plantel comandado por Diego Cagna. No obstante, todo está bajo control en el café.

Enrique, Diego y Nicolás suspiran en cada jugada, sufren por los ataques de Boca, transpiran por los goles que se pierde Tigre y celebran cada vez que la televisión muestra a las dos hinchadas cantando y desplegando banderas. Termina el primer tiempo: cero a cero. Los tres hombres comentan lo que dejaron los 45 minutos iniciales. Debaten y discuten. Se compenetran intensamente en el partido. Los 15 minutos de descanso se consumen rápidamente.

Empieza el segundo tiempo y otra vez la felicidad, la angustia, la preocupación y el alivio, entre otras sensaciones, empiezan a recorrer el cuerpo de Enrique, Nicolás y Diego, así como también los del resto de las personas que se reparten en el bar.

Llega un momento clave de la final: minuto 22 del complemento, centro de Matías Giménez desde la izquierda, el juvenil arquero Javier García que falla en la salida por un problema físico y el delantero Leandro Lazzaro que aprovecha el error de su rival para convertir el 1 a 0 a favor de Tigre. Un poco menos de la mitad de la gente presente estalla en un grito único, en un festejo incomparable. La otra parte se silencia por unos segundos, pero al rato sigue alentando incasablemente.

Enrique, Diego y Nicolás, por su parte, no pueden creer lo que ven sus ojos. Gritan el gol como si fueran fieles hinchas de Tigre o como si sus verdaderos equipos hubieran convertido el tanto del triunfo. Se abrazan, cantan, saltan, se emocionan. Vuelven a abrazarse. Se saben las canciones de memoria. Se piden otra cerveza, y siguen alentando.

El partido sigue su rumbo, a Boca le alcanza hasta con perder por diferencia de un gol para dar la vuelta olímpica. Hay más dramatismo en los dos arcos, pero el resultado no se modificaría. En consecuencia, el equipo azul y oro se consagra campeón y alcanza de esta manera su título número 23 a nivel local.

Enrique, Diego y Nicolás sufren porque Tigre no se pudo consagrar. Se lamentan por las chances desperdiciadas y se suman a la frustración de los verdaderos fanáticos del Matador, que lloran desconsoladamente. Es cierto que les queda el sabor amargo, sobre todo en Enrique, quien es hincha del millonario.

La gente de Boca inicia los festejos en el bar, los continúa en las calles de Villa del Parque y la mayoría los seguirá en el Obelisco. Enrique, Diego y Nicolás entienden que ha llegado el momento de volver a sus casas. Entonces se despiden con un fuerte abrazo. Los tres saben que no han vivido un día cualquiera. Se vieron identificados, se vieron comprendidos, se vieron en la misma situación. Se vieron, de alguna manera, menos solos. Posiblemente estos tres hombres no van a volver a verse nunca más, pero siempre recordarán al 23 de diciembre de 2008 como el día en que pudieron olvidarse, al menos por un rato, de sus problemas personales. Y gracias al fútbol.

Justamente, eso es lo hermoso que caracteriza al fútbol. No es solo un deporte, también es una invitación a soñar. A pasar un momento único, a compartir, a celebrar, a escuchar, a reír, a llorar, a cantar, a disfrutar, a sufrir. El fútbol, asimismo, es una invitación a ser feliz. Y, aunque sea por 90 minutos, puede ser la dosis justa para conmover miradas y, por qué no, la herramienta perfecta para reparar los problemas de un triste corazón.


Por Pablo Medina

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