Desde muy chiquita Irene fue más apegada a su madre que a su padre, pero a los dos los amaba por igual. Irene y su mamá construyeron una relación de amistad eterna, compartían alegrías y angustias sin ningún tipo de vergüenzas. Se confesaban todo.
Irene era literalmente una princesa. Su mirada profunda, su cabello ondulado y su sonrisa inocente le permitían ser ya desde el jardín y el preescolar la niña más mimada y elogiada. Luego, en la etapa de la escuela primaria, se convirtió en una alumna de 10, tanto por su inteligencia como por su responsabilidad a la hora de hacer la tarea.
Irene tenía una hermana cinco años menor, Haydée, a quien cuidaba y quería como a nadie en el mundo. Ambas señoritas eran muy unidas y de hecho, a pesar de la diferencia de edad entre una y otra, mucha gente en la calle las imaginaba mejores y verdaderas amigas. Indudablemente lo eran.

El tiempo fue pasando y los escenarios fueron cambiando. Al terminar la secundaria y cumplir los 18, Irene dejó de ser esa chica tímida e introvertida y empezó a conocer la vida nocturna. Cada fin de semana se reunía con un grupo de "amigos" en distintos boliches y bares y desaparecía por dos o tres días. La mayoría de las veces volvía a su casa en estado deplorable, con mucho alcohol encima y quizás algunas sustancias extrañas.
Sus papás, quienes reconocían que habían sido un tanto sobreprotectores pero nunca con la intención de dañarla, no podían creer lo que veían sus ojos. Estaban desconsolados y deprimidos al igual que Haydée, sorprendida por la actitud de su hermana. A los tres se les hacía muy difícil hablar y aconsejar a Irene, quien cada vez pasaba menos horas en su hogar. Aquellas charlas fluídas y honestas con su madre se habían esfumado.

De un día para otro a Irene no se la vio más. Los días transcurrían y no había señales de vida. Recién después de casi cuatro meses, y luego de varias denuncias policiales por parte de sus desesperados padres, ella se comunicó por teléfono y sólo se limitó a decir cinco palabras: "Estoy bien, no se preocupen". Ese mensaje fue lo último que se supo de la joven. Inmediatamente los seres queridos más íntimos de Irene la buscaron por todos los medios posibles, pero nunca pudieron encontrarla. Tuvieron que pasar 10 años, una década de puro sufrimiento.
Una tarde, cuando el sol ya se despedía, Irene regresó como si nada hubiera pasado. Estaba demacrada, mal vestida, golpeada, sucia y le faltaban dos dientes. Era otra persona, casi no hablaba, caminaba lento, se la veía muy delgada y muy seria. Los padres se llenaron de felicidad y de incertidumbres al recibirla, querían saber qué había estado haciendo su hija durante esos 10 años. Ella, en cambio, no deslizaba detalles, sólo remarcaba: "Volví, lo peor ya pasó". Haydée también se acercó y obtuvo la misma respuesta.

Durante varias noches Irene y su mamá se quedaron en el comedor conversando y, en consecuencia, fueron recuperando de a poco la confianza. La madre insistía en averiguar el pasado de su hija, aunque la respuesta era siempre la misma. Los cuentos de princesas enamoradas, para ese entonces, significaban simples recuerdos.
Seis meses después de su vuelta, Irene quiso suicidarse en tres ocasiones: en dos oportunidades consumió en exceso pastillas para calmar la ansiedad (el padre la encontró desmayada y la llevó a tiempo a un hospital para que le hicieran un lavado de estómago) y una vez intentó cortarse las venas (Haydée, su hermana, la descubrió y se lo impidió). A partir de estos hechos, la familia tomó recaudos y trató de alejar a Irene de elementos peligrosos.

Hoy en esa casa hay memorias, y hay luchas, y hay ecos en cada rincón que jamás van a desaparecer. Las sensibilidades son muy fuertes en aquel hogar, que todavía huele al café de los sábados por la tarde, que aún escucha las risas compinches entre Irene y Haydée. Y que siente, también, los latidos de un triste corazón.*
*Este relato fue basado en una historia real
Por Pablo Medina
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